El Califato by Reinhart P. Dozy

El Califato by Reinhart P. Dozy

autor:Reinhart P. Dozy [Dozy, Reinhart P.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Historia
editor: ePubLibre
publicado: 1861-01-01T00:00:00+00:00


Por una singular casualidad, así fué: herido de un bote de lanza, García había caído prisionero a orillas del Duero, entre Langa y Alcocer, el mismo día en que el poeta había presentado el ciervo a su señor —lunes, 25 de mayo de 995—. Cinco días después expiraba el conde a consecuencia de la herida, y desde entonces la autoridad de Sancho no fué desacatada; pero se vió obligado a pagar a los musulmanes un tributo anual[322].

En el otoño del mismo año, Almanzor marchó contra Bermudo para castigarle por haber dado asilo a otro conspirador. Este rey se hallaba en una situación deplorable, pues había perdido hasta la sombra de autoridad. Los señores se apropiaban sus tierras; sus siervos, sus ganados; los sorteaban, y cuando se los reclamaban, se burlaban de él. Simples hidalgos a quienes había confiado la defensa de un castillo se rebelaban[323]. A veces le hacían pasar por muerto[324], y en verdad, importaba poco que lo estuviese o no. Gran audacia había sido la suya cuando se atrevió a desafiar a Almanzor. ¿Qué podía contra tan formidable caudillo? Nada absolutamente; así que se arrepintió bien pronto de su imprudencia. Habiendo perdido a Astorga[325], donde había establecido su capital después de la destrucción de León, aunque la abandonó prudentemente al aproximarse el enemigo, adoptó el partido más sensato: demandó la paz y la obtuvo, a condición de entregar a Abdala Piedra Seca y de pagar un tributo anual[326].

Después de haber arrebatado la capital de su territorio a los Gómez, condes de Carrión[327], que, según parece, habían desacatado su autoridad, retiróse Almanzor, llevando consigo al desventurado Abdala, que le había sido entregado en el mes de noviembre[328]. Como era de esperar, castigó cruelmente a este príncipe. Cargado de cadenas le hizo montar sobre un camello, y ordenó que le pasearan ignominiosamente por las calles de la capital, mientras un heraldo que marchaba delante gritaba: “¡He aquí a Abdala, hijo de Abdalaziz, que ha abandonado a los musulmanes para hacer causa común con los enemigos de la religión!”. Cuando escuchó estas palabras por primera vez, el príncipe se indignó tanto, que exclamó: “¡Mientes! Di más bien: He aquí un hombre que ha huído impulsado por el temor: ha ambicionado el imperio, pero no es ni un politeísta ni un apóstata[329]”. Pero no tenía fuerza moral, ni había comprendido que antes de conspirar es preciso armarse de valor. Reducido a prisión y temiendo ser conducido pronto al cadalso, mostró una cobardía indigna de su alto nacimiento, y que contrastaba singularmente con la firmeza de que había dado pruebas su cómplice, el hijo de Almanzor. En los versos que enviaba de continuo al ministro, confesaba que había hecho mal al huir; intentaba apaciguar su cólera a fuerza de adulaciones, y lo llamaba el más generoso de los hombres. “Nunca —decía— un desgraciado imploró en vano tu piedad; tus bondades y tus beneficios son innumerables, como las gotas de lluvia”. Esta bajeza no le sirvió de nada. Almanzor le perdonó la vida, porque



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